A 20,5 kilómetros de la milla dorada del arte, esa que atrae a millones de personas cada año o que sirve hasta para exhibir poderío histórico ante la OTAN y sus líderes mundiales, justo en el segundo municipio más poblado de Madrid, se alza el museo del futuro. Tal cual. Desde 2008, como un faro salvador que puede alumbrar, incluso, a los buques insignes del arte. Con ganado prestigio nacional e internacional, ya es indispensable en la escena contemporánea: atesora las más de 3.000 obras de la Colección de Arte Contemporáneo de la Comunidad de Madrid y las cerca de 300 piezas de la Colección Fundación ARCO, y acumula hitos como el de acoger la primera exposición en España de la hoy imprescindible Cecilia Vicuña o de ser ya «la lanzadera y el prescriptor de muchos artistas» hacia el Reina Sofía o el MACBA. O de idear coproducciones con el KW Institute for Contemporary Art, de Berlín, o el MAC de México.
¿Qué tiene el CA2M que lo hace singular? No es sólo ese llamativo color de su exterior -«Turquesa casi blanco, color prado enfermo, chroma muy pálido, verde menta claro…», como se precisó allí mismo en una performance de Isabel Marcos-. Ese pigmento entona -o desafía- los restos de la fachada de La Casona, propiedad rústica del siglo XIX, sobre la que se asienta el edificio moderno. Inaugurado, además, un 2 de mayo, en el bicentenario del bando de Móstoles, para afianzar su temperamento de revolución popular, que allí empezó aquel levantamiento de 1808.

Cruzas la entrada sin que nadie husmee en tu bolso y sin detectores, porque la orden expresa de la dirección es que no haya seguridad en la puerta. El fin es «amabilizarlo, que hay gente que entra sólo al baño o a tomarse un café. Pero ya está dentro». Como en casa; ojalá eso sea el futuro. Es futuro también el impulso descrito a noveles que engrosan la colección, como Inês Zenha, portuguesa de 30 años, e inéditos en España, de la citada Vicuña a Jorge Satorre o Dorothy Iannone, ya para el 2026. Incluso es futuro que el hoy director del Reina Sofía, Manuel Segade, lo fuese antes en este centro en la periferia.

Así, las salas de Móstoles no albergan los fondos permanentes, sino que rotan las exposiciones -inauguradas hoy mismo las de David Bestué y Rodríguez-Méndez-, y acogen esos talleres y actividades multidisciplinares, «casi como extraescolares», que son «patrimonio del museo». Como las sesiones Picnic en la terraza; el festival de música Autoplacer, ya con 15 años; los grupos jóvenes Clavos y Chinchetas y Fuga o el colectivo de Tejedoras, que desde hace 10 años acude cada miércoles con ovillos de lana y agujas -sin que se programe desde el museo-, y que terminó sumándose a Un Coro Amateur, al Baile Impar… Y ya protagoniza el estreno de la colección de cuentos Rosas en la lechuga, editada por el centro. «Han servido para atraer a otros públicos», alaba. «Convertir lo cotidiano en extraordinario» es mérito del espacio. De hecho, el número de visitantes asciende a 70.000-80.000 al año, pero en este último creció a 5.000 la asistencia a los talleres, superior a la prepandémica.

Porque, sobre todo, el CA2M es «un espacio de refugio, de acogida, pero también de pensamiento y de fricción. Un museo es cultura y es un derecho y tienes que saber que existimos». De ahí su carácter amable como puntal, que prioriza «la cultura del roce, de la experiencia, lo emocional» frente a la virtualidad y la IA reinantes. «Que venir al museo sea como ir al cine o comprar un libro». Traducido a la práctica: visitas gratuitas, pronto guiadas por otros artistas; matinales de cine o que sus inauguraciones se celebren los sábados, con talleres infantiles y barra de cerveza para adultos. «Vas a Ikea y hay un servicio de guardería, pero no lo hay en los museos porque damos por hecho que a un niño no le va a gustar», lamenta esta también curadora de arte, que antes pasó por MUSAC, Fundación Santander, La Casa Encendida… y como profesora en la UCM. «Pienso en el museo de las posibilidades totales», dice. Incluso ha sacado provecho de rincones a priori no expositivos, con la «parasitación gráfica» de María Médem.

Y otra más es la de romper con los prejuicios que suscita el arte actual. Pero en su parte de responsabilidad, lo encaran con una tarea obligada para el personal de sala: escuchar y anotar los comentarios del público en las exposiciones. «Así nos sirve para detectar a pie de calle en qué tenemos que trabajar. A veces no es fácil ir a una conferencia del Quijote o a la ópera… Pero nuestra labor es explicarlo de otro modo». Una prueba de que el CA2M no vive sólo para su ombligo, como es hábito en lo contemporáneo. En el horizonte, el Ciclo OSTRO de artes escénicas, podcasts de entrevistas, las exposiciones ya fijadas hasta 2026 y en marcha las del 27… «Utópicamente, pienso en los museos como espacios para estar», remata. La utopía ya está aquí.