Si un caballero es el que ofrece flores a una dama, Carlos Espino es el gran gentleman. Prepara bouquets, ramos y paredes florales en las mejores bodas de México, que es como decir: del mundo. Hablamos de pedidos de cien mil dólares en flores, o medio millón de rosas para una fiesta.
Maestro en horticultura, comenzó en la glamourosa calle de José Ortega y Gasset de Madrid, junto a Hermès, Chanel, Cartier y Louis Vuitton, con su floristería, Khala, que asombró en Europa. Las grandes marcas le pedían que decorara su presentación de perfumes, moda o galas. Entonces, reprodujo la mesa de Moctezuma en el Museo de América, con platos de oro con plumas de faisán y orquídeas paphiopedilum; luego, la Familia Real Española pidió sus servicios para recibir a los jefes de estado con los mejores ramos que podamos imaginar.
“En Madrid tuve como clienta a la Infanta Elena, la Casa Real, Loro Piana, Marc Jacobs, Bvlgari… y muchas revistas de moda”, señala Carlos. Después volvió a México, estuvo en el Centro Libanés y trabajó con Mauricio Rivera Kischner en grandes eventos por toda la República Mexicana. Empezó a organizar bodas millonarias, con decoraciones sofisticadas que buscan crear espacios únicos, “Hice un candil con 900 mil piezas de Swarovsky, la lámpara cosmopolita”. Recuerda con orgullo. Ahora, las familias más poderosas de México lo buscan para decorar sus bodas, cumpleaños, festejos, bautizos o grandes galas. Carlos es, sin duda, un obligado cuando de experiencia y elegancia se trata.
Confiesa su inspiración oriental: “Japón es un país que me apasiona. Estudié la técnica del ikebana, un arte floral centenario, y fui a Japón para completar mi formación como profesor de ikebana. Ellos valoran la armonía, que todo tenga que ver con la naturaleza; todo es tierra, tallo, cielo y el hombre, con una mirada especial al monte sagrado que es el Fujiyama. Se trata de arreglos que simbolizan toda la naturaleza. Así es la vida para los maestros de ikebana, un culto a la belleza”. Carlos une su amor por las flores y su pasión por los grandes escenarios.
Ha preparado algunas de las mejores mesas y banquetes, ramos blancos gigantescos con espejos, selva de rosas rojas con lámparas de cristal… “En las grandes galas, la presentación es muy importante, ya que las flores dan el toque de belleza que arropa la comida. Creo que es básico para una buena mesa gourmet. No puede haber alta gastronomía sin flores —sentencia antes de develar sus preferidas—.
Mi flor favorita es la dalia, de origen mexicano, y las peonias. Ellas son las que más me gustan. [También] he creado los árboles Singapur, a escala de nueve metros, llenos de plantas y flores, con esqueleto de hierro. Por dentro tienen todo un jardín y se remata con luces. Quien lo ve se queda impresionado.” Son majestuosos.
A Carlos le gusta el espectáculo, por lo que decoró el exconvento de San Hipólito con doce mil velas, que iluminaron como nunca sus patios y columnas, en honor de la fiesta del cine que fueron los Premios Fénix. En España hizo un altar de muertos dedicado a Frida, al cual llegaron todas las televisoras; después, llevaron al museo de Europa una exposición sobre religiones y costumbres en las que estuvo el hermoso altar floral.
También hizo un homenaje al icónico Estudio 54 y ahora prepara una boda inspirada en Jeff Koons con esferas gigantes, algo monumental suspendido en el aire. “Busco llevar el arte a los grandes banquetes y bodas, con inspiración en Rembrandt, El Bosco, El Greco… se pueden hacer cosas grandiosas”, dice ilusionado. Propone llevar instalaciones de museos a galas y eventos. Si las flores llenan los museos, ahora que los museos estén en los escenarios de las flores. Carlos es creador de catedrales florales, mismas a las que desea llenar de arte.
Si sólo hubiera dos sillas para sentar a los mejores fotógrafos del s. XX, sin duda una de ellas sería para Irving Penn. El gran genio de la imagen que revolucionó la fotografía, lo mismo retrataba una colilla que un cuadro, unos labios rotos de color que a los grandes intelectuales de la época como Truman Capote, Marcel Duchamp o Picasso. Con la misma fuerza y el mismo talento trataba la mirada de un sabio que un objeto sin vida. Sus imágenes cambiaron la historia de Vogue y otras revistas de moda. Siempre rozó el límite de la fotografía con ironía y exceso, ya fueran modelos de muchos kilos o labios con herramientas.
Se celebran los cien años del nacimiento del artista con una exposición antológica en el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York que reivindica su figura bajo el título de Centennial. Decía Ivan Shaw, director de fotografía para Vogue, que Penn todo lo hacía bien: el retrato, la moda, los objetos. Pocos fotógrafos son capaces de moverse con tanta facilidad en las alturas. Su blanco y negro no te dejaba indiferente, pero sus imágenes de lifestyle estaban llenas de vida. Sus trabajos publicitarios para firmas como L’Oréal y su tratamiento de la imagen rompió para siempre la barrera entre lo comercial y la artesanía. Como él decía, retratar un pastel también puede ser arte.
Hijo de emigrantes rusos, la pintura siempre fue su sueño, pero con sus instantáneas creó obras tan inmortales como las que aparecen en los lienzos. Por eso, ahora el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York le rinde un merecido tributo y celebra el centenario del nacimiento del artista. Sus trabajos meticulosos hacían pensar a los críticos que se pasó media vida detrás de la cámara y la otra mitad en el laboratorio o pensando en composiciones.
Cualquier fotógrafo de estudio hoy tiene en Irving Penn la mayor referencia, pues hasta la colilla de un cigarro tras un disparo se convertía en una obra única. Sus primeras imágenes en revistas de moda fueron retratos impecables de alta costura, con una elegancia sorprendente y una luz que cambió la mirada de las publicaciones de estilo. Su capacidad para pasar de los ojos de un pintor a una naturaleza muerta es admirable. La exposición Irving Penn: Centennial repasa como nunca antes todas las disciplinas que dominó el artista, con 70 años de carrera en imágenes de gran impacto en soportes y técnicas como la fotografía, el grabado o la pintura.
La muestra recorre sus diferentes caminos: carteles para la calle, incluyendo ejemplos de trabajos tempranos en Nueva York, el sur de Estados Unidos y México; moda y estilo para varios títulos internaciaonales y con muchas fotografías clásicas de Lisa Fonssagrives-Penn, la ex bailarina que se convirtió en la primera supermodelo, así como en esposa del artista; retratos de indígenas en Cuzco, Perú; pequeños cuadros de trabajadores urbanos; rostros de personajes de la cultura muy queridos, que van desde Truman Capote, Joe Louis, Picasso y Colette a Alvin Ailey, Ingmar Bergman y Joan Didion; retratos de los ciudadanos de Dahomey (Benin), Nueva Guinea y Marruecos vestidos de manera fabulosa; los últimos muertos de Morandi; desnudos voluptuosos; y gloriosos estudios de color sobre las flores.
La belleza en su concepción original. Además, se aprecia cómo el artista va transmitiendo las tendencias culturales de la época, y también su capacidad para hacer retratos comerciales. Su cuerpo de trabajo también muestra el auge de la fotografía en los años 70 y 80, época en que las revistas de moda tienen su esplendor. Pero el mundo sofisticado en el que vive Irving contrasta con sus fondos sencillos. Un rincón, una esquina le servían como gran escenario. De hecho, su lienzo preferido estaba hecho de una vieja cortina de teatro encontrada en París, que había sido pintada suavemente con unas nubes grises y difusas. Este telón de fondo siguió a Penn de estudio en estudio.
Otros puntos destacados de esta magna exposición incluyen imágenes recién desenterradas del fotógrafo desde su tienda de campaña en Marruecos, algo inédito que descubre al artista lejos del glamur, como por ejemplo lo que realizó en México o en Cuzco, con retratos sobrecogedores.
Así, las formas, los rostros, las sombras, las miradas y la rebeldía hacen inmortal la obra de Irving Penn. Impactos provocativos, como desnudos voluptuosos o detalles sutiles, cuando en su foto de moda retrata a la modelo descalza, cansada ya de tanta sesión fotográfica. Elegancia y rotundidad, provocación y belleza, dos registros que sólo un genio como él puede llevar a la máxima expresión.