Montgomery Clift, la belleza vulnerable

CON “M” DE MALDITO, fue el inolvidable intérprete de De aquí a la eternidad. Murió a los 45 años, consumido por el alcohol y las drogas. En 2026 se cumplen sesenta años de su desaparición, y el misterio de su vida continúa vigente. Junto a James Dean encarnó un nuevo tipo de héroe: sensible, introspectivo y moderno, muy distinto a los de la generación de Frank Sinatra, John Wayne o Burt Lancaster.

Nació en Nebraska en 1920, hijo de un próspero banquero. Viajó por Europa, estudió arte y disfrutó de una infancia privilegiada, hasta que la crisis del 29 lo obligó a una vida más austera. Le costaba adaptarse a los colegios y encontró refugio en el teatro. Su talento fue descubierto en los escenarios de Broadway, donde debutó a los quince años. Pronto Hollywood lo llamó nada menos que Howard Hawks, lo eligió para Río rojo, un rodaje complicado en el que John Wayne llegó a decir de él: “Es un pequeño bastardo arrogante”.

La película triunfó, y con ella llegaron otras cintas como Los ángeles perdidos, que le valió su primera nominación al Oscar, o La heredera, donde le arrebató el papel a Cary Grant. Estudiaba minuciosamente los guiones y su creatividad se extendía delante y detrás de la cámara: debatía con los directores y se exigía al máximo. Aprendió a montar a caballo para cabalgar como John Wayne; se internó en una cárcel para interpretar a un preso, y aprendió boxeo y piano cuando el personaje lo requería. Por ello, trabajó con directores de la talla de Howard Hawks, William Wyler, Joseph L. Mankiewicz, Alfred Hitchcock, John Huston, Elia Kazan, George Stevens y Vittorio De Sica.

El destino quiso que cruzara su camino con Elizabeth Taylor durante el rodaje de Un lugar en el sol. De esa película nació una amistad profunda que, años más tarde, literalmente le salvó la vida. Rodaron juntos también El árbol de la vida y De repente el último verano. Durante el rodaje de El árbol de la vida, el 12 de mayo de 1955, al salir de una fiesta en casa de Taylor, su coche se estrelló contra una cabina telefónica. Entre los hierros retorcidos agonizaba Montgomery Clift. Taylor corrió hacia él y vio que se ahogaba: los dientes rotos se le habían incrustado en la garganta. Sin dudarlo, metió la mano y los extrajo, salvándole la vida. Luego, espantó a los fotógrafos para evitar que captaran su rostro desfigurado.

El accidente dejó secuelas: la mitad de su rostro quedó paralizada. El actor no se reconocía frente al espejo. Tras varias operaciones, retomó el rodaje y más tarde filmó títulos como El baile de los malditos y Los juicios de Núremberg. Pero la inseguridad lo venció; se refugió en el alcohol y las drogas. A pesar de los rumores de la época, el documental Making Montgomery Clift aclara que su homosexualidad no fue un trauma: tanto él como su familia la vivieron con naturalidad, de un modo sorprendentemente moderno para aquellos años. Clift aportó una nueva mirada a la belleza masculina: tierna, sensible y vulnerable.

Su forma de actuar, “vivir a fondo cada personaje”, dejó lecciones imborrables. Elegía sus proyectos con lupa y rechazó grandes papeles, como el de Al este del Edén, porque necesitaba identificarse con el personaje. Actor noble, impecable e introspectivo, sus interpretaciones son verdaderas obras maestras. Poco a poco se fue aislando del mundo, y el 23 de julio de 1966 murió de un infarto, a los 45 años. Un cadáver joven para un actor eterno.

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