Objeto de culto, el zapato ha dado origen a fetichismos y encarnado mitologías, despertando el interés de estetas, historiadores y filósofos. El escritor, actor y prescriptor italiano de la elegancia en el vestir y el vivir, Giovanni Nuvoletti, enumeró en uno de sus textos algunos de los nombres con que el zapato ha ido peregrinando por el mundo y la historia: “Zueco, chanclo, sandalia, babucha, chancleta, bota, botín, chapín, alpargata, bailarina, madreña, mocasín, pantufla, zapatilla, plantilla, escarpín, zapatín, zapatón, polaina, borceguí, chinela…”. Las más autorizadas personalidades de los tribunales de la moda y de la mundanidad coinciden en atribuir al zapato un valor de símbolo social, un estatus propio. Si se quiere juzgar la elegancia de alguien, sólo es preciso mirar sus zapatos.
Para tener un guardarropa elegante, hay que gastar mucho en zapatos. “Ahora bien, el zapato, para que refleje estatus, debe estar usado; si está nuevo, acaba con él”. De modo que hasta hace no tanto se confiaba a un sirviente la tarea de gastar los zapatos nuevos, pues son de mal gusto. Por lo demás, siempre hay que cuidar las formas y los materiales, huyendo en este último caso de algunos insoportablemente pretenciosos.
En cuanto a los colores, comienza a ser más fácil variar del negro o marrón. Se ha calculado que hay que realizar más de 200 operaciones desde el momento en que se eligen las pieles hasta que los zapatos se dan por terminados. Incluyendo la horma, un artesano emplea más de 30 horas para confeccionar cada par. Después de trazar sobre una hoja de papel el contorno del pie, el artesano toma las medidas, que son, fundamentalmente, la longitud (expresada en puntos ingleses, correspondientes a 1/3 de pulgada), la circunferencia (el punto más ancho de la planta, desde el nudillo del pulgar hasta la unión del quinto dedo), la circunferencia del empeine (la parte más estrecha), y la boca o entrada (es decir, la longitud posterior del pie, desde la base del talón; en la práctica, el punto donde se traba el ojal más alto del zapato).
Un guardarropa mínimo debe incluir siete pares de zapatos: dos pares para invierno, de piel gruesa, fuertes y resistentes; tres para el verano, de piel más fina; un par de zapatos elegantes para la noche; y un par versátil, entre lo deportivo y lo desenfadado, válido para cualquier estación. La especialista Irvana Malabarba sostiene que una vida laboral y social contemporánea requeriría disponer de veinte pares para adaptarse con facilidad y precisión a cualquier circunstancia.
Una frecuencia de sustitución de uno o dos pares al año aseguraría, e incluso incrementaría, un aspecto tan fundamental del guardarropa del hombre moderno y elegante. El esquema clásico de selección del calzado sigue una pauta horaria, adaptada a los momentos del día, a las ocupaciones, siendo más desenfadado por la mañana y cada vez más elegante a medida que transcurre la jornada, hasta la noche.