De vez en cuando la modernidad suele mirar atrás. Para dar un paso al frente a partir de recuperar lo vintage, que a veces pronunciamos a la francesa, acentuando la a y otras a la anglosajona, convirtiendo la a en ei y poniendo el acento en la primera sílaba. Yo diría que los modernos lo pronuncian a la anglosajona. También los anglosajones hicieron suyos los postes de barbero, esa señal giratoria de color rojo y blanco, o rojo, azul y blanco (la versión norteamericana) que los barberos medievales adoptaron cuando se prohibió al clero ejercer de médico y cirujano, y las labores de este tipo fueron absorbidas por los barberos, gente de instrumento afilado y gran precisión en el corte.
De ellos depende nuestra piel y, sobre todo, nuestra garganta, así como todos los importantes vasos sanguíneos que discurren por tan frágil zona de nuestros cuerpos. No podemos dejar de saludar el regreso de las barberías, limpias y actualizadas, que surgen en las ciudades, en especial gracias al regreso de la barba bien recortada. Durante años, la barba era hirsuta y larga o no era, pero la nueva modernidad impuso hace unos años la barba recortada de longitud media. Y ahí empezó todo (de nuevo).
Creo haber citado alguna vez la frase del modisto francés Christian Lacroix que explica el curioso e interminable ir y venir de las modas. Dijo que todos los creadores de moda visten a las mujeres de hoy, las de su tiempo, como vestían antaño las madres de ellos mismos. Por eso la renovación de la moda resulta un eterno retorno a los orígenes, a la infancia de los modistos de cada momento. El regreso de la barba bien recortada obedece a una dinámica comparable. Y puestos a ser nostálgicos de un pasado feliz, tanto el poste de barbero como el uso de la navaja de afiladísima hoja grande y mango de concha —instrumento que nadie sabe usar como los barberos—, me remite a unos extraños instantes de mi propia infancia.

CUIDADOS
Todos los hermanos, y también mi padre, íbamos al mismo barbero, cuyo local estaba a mitad de camino del recorrido diario de casa al colegio y del colegio a casa. De los dos que trabajaban en ese pequeño local recuerdo sólo a uno. Este caballero lucía un pelo chino y rebelde que mantenía bajo control llevándolo bien corto, y un bigote delgado y oscuro con reflejos rojizos recortado en los dos extremos, según la moda copiada del bigotito del dictador del momento.
Supongo que en Venezuela también se usan ahora bigotes a la Maduro, como en Alemania los hubo copiados del ridículo bigote hitleriano, que con tanta saña copió Charles Chaplin. En esa tienda, a los niños nos pelaban muy cortito en la nuca y a los lados, y algo más largo arriba, sobre todo en la zona situada justo encima de la frente, a fin de crear justo ahí una especie de ola gigante que se llamaba tupé y que había que sujetar con un chorro de una pasta verdosa llamada fijapelo de la marca Varón Dandy.
Nótese que mi experiencia en barberías se remite principalmente a las europeas, donde a principios de los 60 se acostumbraba el uso del tupé y dejarse crecer el pelo de los lados hasta que tapara ligeramente las orejas, acto que, sin duda, fue entendido como un atentado al decoro y a la familia.Téngase en cuenta que eso ocurrió cuando regresé de mi primer verano lavando platos en Londres, creo que en 1962, y bajo la influencia de The Beatles, que en cuanto a estilo marcaron época, aunque eran más fresas que rockeros y mucho más educaditos que los Stones, cuya llegada sucedió un año después.
Lo más emocionante de ir a cortarte el pelo era el hormigueo sensual que producía sentir las manos, las tijeras y el peine del barbero tocándote la cabeza. Y cómo olvidar el olor de la colonia con la que te humedecía el pelo para peinarlo, antes de aplicar el infame fijapelo.