Peggy Guggenheim, arte y coraje

Sobrina del fundador del Museo Guggenheim de Nueva York, Salomon, hija de un gentleman llamado Benjamin, que murió en a bordo del Titanic con smoking ayudando a los pasajeros a subir al bote salvavidas, pero él no se salvó. Peggy cuenta en sus memorias que todos en su familia estaban locos, huérfana a los 14 años, a los 21 heredó una gran fortuna. Desde entonces ya nunca supo si los hombres estaban a su lado por ella o por su dinero. En los años veinte se mudó a Francia donde conoció a los artistas de vanguardia. 

Regresó a Nueva York y en una boda conoce a otro artista Laurence Vail. Un espíritu libre, con cierto aire salvaje en mitad de la urbe, eso le sedujo, pero pronto aparecieron los maltratos, empujones y violencia en la calle, inmersiones en la bañera que creía ahogarse, le obligaba a bañarse con la ropa puesta en el mar y empapada ir al cine, rompía muebles y le tiraba sus zapatos por la ventana o  le arrojaba platos al rostro. En esos años conoció a grandes creadores de la época, talentos del siglo como Man Ray uno de los padres del surrealismo, Hemingway o Marcel Duchamp, uno de sus grandes maestros

Tras sus gafas de mariposa se ocultaba una mujer insegura, maltratada y con muchos complejos por su físico. Pronto encontró en el arte, fuerza y pasión, coleccionista compulsiva, “cada día un cuadro”, decía. Apoyó a muchos autores comprando su arte, impulsando su obra como Pollock, mostrando a Kandinski. Tituló su autobiografía, “confesiones de una adicta al arte”.

Tras años de sufrimiento y viajes por el mundo dejó su matrimonio y se enamoró de John Ferrar Holms, pero se convirtió también en su esclava, pero cuando falleció, Peggy perdió el norte como confesó: “Llevaba años siendo esclava de John. No tenía ni la menor idea de cómo vivir mi vida. Tras su muerte vivía con el terror de quedarme sin alma”. Incluso intentó suicidarse.

Se enamoró de otros artistas como Yves Tanguy o Max Ernest por el que sintió gran veneración y muchos celos por su relación con Leonora Carrington. “Lo que Max necesitaba para pintar era paz, lo que yo necesitaba para vivir era amor. Como ninguno de los dos le daba al otro lo que necesitaba, nuestra unión estaba destinada al fracaso”, escribió.  A los 60 años se enamoró del poeta beat Gregory Corso, un joven de 27 años. Como compradora de arte marcó una época, “ no soy una coleccionistas soy un museo”, dijo.

Creó el Palazzo Venier dei Leoni en el Gran Canal de Venecia, un templo del arte de vanguardia, donde vivió los últimos años de su vida con sus catorce perros. Antes habia creado una galería en Londres, Guggenheim-Jeune y otra en Nueva York Art of this Century. Para ella mostrar al mundo la obra de Jackson Pollock fue una de sus grandes aportaciones al arte, “el descubrimiento de Pollock fue, por mucho, mi más notable logro individual.” Al final de su vida, estando en México, recibió la triste noticia del fallecimiento de su hija, que tenía problemas con el alcohol, ya no era un consuelo ser la creadora de una de las mejores colecciones de arte de vanguardia, con tesoros de Kandinski, Klee, Picabia, Léger, Delaunay, además de Ernst, Tanguy, Dalí, Magritte o Arp. Pero la chispa de la impulsora de artistas y de fiestas en el Palazzo, de la gran dama extravagante que luchó contra todos, nunca se apagará.

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